Jon Lee Anderson, el reportero compasivo: «Este es un mundo matón»

 

  • Manual del buen entrevistador: “Si hablas con ellas sin juzgarlas las personas se abren, te cuentan. Si eres compasivo por naturaleza, eso se palpa”.
  • El conflicto del momento: “El mundo no está en paz y está mucho menos en paz por Siria”.
  • Precariedad de la profesión: “Bajo una crónica debería poner: `Por esta historia hemos pagado 60 euros, o 150´”.  
  • La situación de España: “¿Por qué se ofenden con The New York Times por publicar fotografías de españoles que buscan en la basura? Los periódicos de aquí trataron antes igual la situación en Grecia”.

Uno intuye que va a poder tratarle con llaneza porque la emplea para contestar a los correos y porque aparece en múltiples fotografías con ropa casual, pero no espera tanta cercanía. La sencillez de Jon Lee Anderson desarma.

Foto: Mateo Lanzuela

Habla un castellano tranquilo, a ratos musical e hispanoamericano, lleno de metáforas curiosas (“Insularidad ideológica”, dice para referirse a Irán). Es un castellano que parece fluir, como todo en este periodista que trata con idéntica  naturalidad a todo aquel con quien habla (un tendero, una reportera, un profesor). Así que cuando se le pregunta cuál es el secreto para extraer lo mejor de tantas fuentes y entrevistados, casi no sorprende la respuesta: “Diplomacia, tacto, perseverancia; hay que buscar lo que haya de amable (‘gustable’) en esa persona, aunque difícilmente pueda gustar”.

El asunto de cómo entrevistar reaparece varias veces a lo largo de la tertulia, salpimentándola de pistas de interés sobre su modus operandi. Él dice observar la comunicación no verbal (“cómo se mueven en cada cultura”) y algo muy importante: “Saber dónde cae tu propia sombra, entender cómo te ven a ti”. Sólo a partir de ese ángulo puedes actuar, y siempre desde la humildad: “Si hablas con ellas sin juzgarlas, las personas se abren, te cuentan. Si eres compasivo por naturaleza, eso se palpa”.

En el caso de líderes poderosos es básica la intuición: “Hay que entender qué consideración tienen de sí mismos, por qué quieren ser respetados, cuáles son sus flancos intocables, todo ello sin que la buena química haga olvidar la meta.  Hacerles sentir cómodos es sólo una vía para que confiesen cómo es su ejercicio del poder. Si no vigilas esto, te conviertes en un periodista cortesano”.

Puede que esto se aprenda, pero a él parece brotarle  espontáneamente. Quizá por eso se ha convertido en una referencia a la hora de trazar perfiles y biografías (de dictadores, de asesinos, de reyes y mendigos, del ciudadano común). Es frecuente que conteste a una pregunta rematándola con otra muy generosa dirigida a su interlocutor: “¿Pero y qué piensas tú?”. Se preocupa por llegar tarde a la tertulia, por hacer esperar a los asistentes, porque alguien haya tenido que modificar sus compromisos de domingo por venir a escucharle. Simplemente, parecen gustarle las personas.

Algunas de sus crónicas, reportajes y libros son ya clásicos dentro de la profesión. Su nombre se ha convertido en una marca global (se le considera el sucesor de Ryszard Kapuscinski) pero su ego no se deja ver.  Lo ha debido difuminar en su batalla vital para ser aceptado por los otros. Pasó su infancia, adolescencia y primeros años de adulto en Asia, África, América Latina, Europa. Culturas diametralmente opuestas en las que este hombre alto, bien parecido, rubio y de ojos azules siempre era el forastero: “Era el extranjero, el gringo. Entraba en un sitio y la gente giraba la cabeza, tuve que aprender a reducir distancias, a conseguir que dejaran de verme como al otro”.

Cuando se le pregunta qué decisión concreta le llevó a ser reportero internacional, duda. “No sé qué fue primero”. Pero inmediatamente afloran sus ganas de vivir, de acercarse a personajes icónicos, de tener aventuras en esos países que iba conociendo con su familia: “Aventuras de verdad, de las de explorar ríos y montañas. Quería ser testigo del acontecer del mundo”. De chico apuntó una lista de sitios donde quería ir y de experiencias pendientes con las que completar su educación: “Ir a una cárcel, ser minero de carbón”. También ir a la guerra porque “la guerra era una constante en la condición humana y yo tenía que presenciarla, vivirla”.

Fue machetero en la selva de Honduras durante nueve meses: “Tenía un alto nivel educativo, pero fueron los campesinos quienes se convirtieron en mis maestros. Me lo enseñaron todo para sobrevivir”. Quería hacer y hacía. Entre los 17 y los 20 años estuvo a punto de convertirse en revolucionario en El Salvador y en Rhodesia.  Pero en un momento dado se encontró en Perú, donde un diario en inglés se mostró receptivo a artículos que reflejaran sus experiencias. Aquello convirtió su aventura en escritura. Fue el punto de partida para convertirse en el modélico cronista y reportero que todos reconocen hoy en él.

El mismo día de la tertulia, ABC publica una gran entrevista de Alfonso Armada en la que explica sus pautas de trabajo en The New Yorker, un semanario mítico por la calidad de sus reportajes y por los largos plazos que concede aún a los periodistas para realizar su tarea.  Anderson se explaya también sobre ese oasis periodístico donde lleva trabajando 15 años.

Es un proceso constante de negociación con su director, David Remnick, pero a modo de diálogo respetuoso en el que a veces es Anderson quien  propone los temas (Federico García Lorca, Sri Lanka) y otras se los propone la cabecera (el Rey Juan Carlos I). La decisión final que se toma siempre parece basada en el sentido común y en la búsqueda de la calidad, no en intereses personales o corporativos. El periodista explica también que en The New Yorker no hay países o asuntos adjudicados a ningún reportero de por vida: “No mantenemos la política de ‘redux’ [quizá traducible como “vueltas atrás”]; el hecho de que haya cubierto Zimbabue en el comienzo de un proceso no quiere decir que tenga que hacer el desenlace”.

En la tertulia, Felipe Sahagún observa: “Parece que eliges conceptos más que noticias concretas para elaborar tus reportajes”. Y él confirma que sí, que más que el momento específico le interesan las ideas o los procesos: “Por ejemplo estoy muy empecinado con la noción de cómo comienzan las guerras, de cómo pueden surgir nuevas guerras a partir de la crueldad con los vencidos, y si creo que puedo ver esto en un lugar como Sri Lanka, propongo hacerlo”.

También le preocupa la impunidad: “En Rusia han muerto muchos periodistas sin que ocurriera nada. Este es un mundo matón. Una cosa era la Guerra Fría, aquello que ahora suena tan retro, pero lo que nos puede venir es mucho peor”.

Cree Jon Lee Anderson que con Siria se está volviendo a ese tablero de guerra fría, con Estados Unidos y Occidente junto a los suníes (tradicionalmente aliados salvo por el desgaje violento de Al Qaeda) y Rusia, China e Irán con los chiitas. “Son dos relojes que hacen tic tac. Algo va a romper”. Con la ONU paralizada, esta nueva partida de ajedrez puede ser una guerra terrible pero regional o algo aún peor: “Es un agujero negro que puede absorber muchas cosas. El mundo no está en paz, y está mucho menos en paz por Siria”.

Angola, Guinea… ¿Hay esperanza con tantos dictadores aún repartidos por el mundo? ¿Podrá la Primavera Árabe extenderse por África, aunque sea de aquí a diez años?, se pregunta Vicente Manjavacas. Algunas de las mejores crónicas de Jon Lee Anderson sobre el continente africano acaban de ser publicadas en España bajo el título “La herencia colonial y otras maldiciones”, y el periodista se explica: “Veo más un África que sigue el modelo Putin: apertura de los mercados sin apertura democrática, alternancia sólo aparente en las urnas, poca libertad política, población en la pobreza, clase media con escasa conciencia para la acción. Puede que ni siquiera una mayor libertad económica promueva cambios hacia la democracia. En países como China se ha dado lo uno sin lo otro, y este es un modelo que posiblemente vaya a repetirse en el mundo, hay que estar al tanto”.

Dice que prefiere no entrar demasiado a fondo en la situación de España para no echar sal en la herida, pero en cuanto comienza su descripción, se le escapan frases llenas de franqueza. Y de cariño. Es la observación aguda de quien sabe mirar dentro estando fuera: “¿Por qué se ofenden con The New York Times por publicar fotografías de españoles que buscan en la basura? [se refiere al reportaje fotográfico de Samuel Aranda que ha levantado ampollas] Los periódicos de aquí trataron antes igual la situación en Grecia”. “Quizá el problema es que no hay periodistas españoles con relevancia en el exterior, que cuenten fuera lo que está sucediendo. Y eso es culpa suya, han dejado que otros vengan y cuenten cómo está España. ¿No sucedió lo mismo durante decenios de dictadura?”. Dice haber encontrado una España «bajo sospecha dentro y fuera”.

Preguntado por la precarización de la profesión, confirma que en los últimos tres años ha encontrado a muchos periodistas españoles mal pagados por el mundo, “con una mano delante y otra detrás”: “Me dejó frío comprobar la miseria que cobran algunos por una crónica para la que han arriesgado su vida. Algunos invierten su propia plata para cubrir una historia”. Cree Jon Lee Anderson que el lector debería saberlo, poder leer bajo cada crónica enviada desde un entorno de riesgo: “Por esta historia hemos pagado 60 euros, o 150”.

Anderson también observa una solidaridad creciente entre los reporteros: “Es lo único que impide que nos demos cuenta de lo mal que están muchos periodistas, y de ella va a salir algo bueno, ya lo verás”. Tiene que comer y marcharse muy rápido a Segovia, pero eso no le impide despedirse atentamente de todo el mundo. Amabilidad hasta el último momento. Faltaría más.

[Jon Lee Anderson fue el invitado en La Tertulia Infinita 2, celebrada en la cafetería-librería de viajes La Ciudad Invisible. Madrid, 30 de septiembre de 2012]



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